By: Miguel Ángel Furones     

Probablemente esta sea la relación mal avenida más antigua de la historia. Y no ha mejorado nunca. La razón fundamental es esta: la religión nos ofrece una versión única e inamovible sobre todas las cosas. En cambio, la ciencia se cuestiona a sí misma (y con ello a todo lo demás) con cada nuevo descubrimiento.

Así no hay manera. «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza», dijo la religión. Y llega Darwin y nos cuenta que descendemos del mono. Da igual quién tenga razón, la cuestión es que no van a entenderse.

Es un diálogo de sordos porque la esencia de la religión es dar respuestas. En cambio, la esencia de la ciencia es hacer preguntas. Pero a la religión no le gustan las preguntas de la ciencia y a la ciencia no le convencen las respuestas de la religión.

Luego está la diferencia en el cometido de cada una. La misión de la religión es que las cosas perduren. Por eso en su léxico priman palabras como eternidad, inmortalidad, resurrección, etc. La ciencia, por su parte, prefiere otras como experimento, hallazgo, controversia.

Esta enemistad le ha dado muchos disgustos a ambas. Pero quien casi siempre ha salido perdiendo es la ciencia. No porque al final no se le dé la razón, sino porque esa razón le llega siempre con muchos años de retraso.

Un ejemplo. Eratóstenes, el bibliotecario jefe de la Biblioteca de Alejandría, descubrió hace 2.300 años que la tierra era esférica. Y no solo eso, mediante el estudio de las sombras durante el solsticio de verano en diferentes lugares, fue capaz de calcular el tamaño de la misma: 250.000 estadios, que en la medición actual equivale a unos 44.000 kilómetros. Lo que no está nada mal, teniendo en cuenta que la diferencia con el cálculo presente es de tan solo 75 kilómetros.

Pero la religión no aceptaba que la tierra fuera esférica. Y no por alguna razón teológica en particular, sino porque a sus representantes les costaba aceptar lo que no veían. Lo cual resulta paradójico, porque esa es, precisamente, la definición de la fe.

Así que no fue hasta el siglo séptimo, cuando el monje San Beda comprobó que la redondez de la tierra era un hecho incontrovertible, que la religión terminara aceptando una idea tan evidente.

Pero ahora entramos en una época en la que las cosas han cambiado. Ante el apabullante avance de la ciencia, la religión ha comenzado a mostrar una cierta flexibilidad frente a cada nuevo descubrimiento. Nada radical, pero desde luego muy diferente a los tiempos de la Inquisición. Y si no, que se lo digan a Giordano Bruno, Miguel Servet, Giulio Cesare Vanini y tantos otros que, como ellos, acabaron en la hoguera.

La razón de dicha flexibilidad es porque el progreso científico contemporáneo está siendo tan dinámico que el inmovilismo religioso se ha visto golpeado en muchos de sus dogmas al pretender mantenerlos más allá de la irrefutable evidencia, lo que ha dañado su reputación incluso entre sus propios feligreses.

Pero lo curioso es que esa debilidad religiosa ha sido aprovechada por la ciencia para ocupar su lugar. Desde la biogenética, la inteligencia artificial y otras disciplinas recientes, se nos promete ahora esa inmortalidad que hasta hoy solo ofrecía la religión. Con lo que los gurús de la ciencia y la tecnología moderna se están empezando a convertir en los nuevos sacerdotes de lo eterno.

Salvar el alma o salvar el cuerpo. Ese es el terreno en el que ahora compiten religión y ciencia. Un nuevo enfrentamiento que ya no tiene que ver con la rotación de la Tierra, la cosmología o la circulación de la sangre. Pero que les sirve para llevarse como siempre. Es decir, como el perro y el gato.

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