By: Jordi Corominas i Julián

Un libro edita las cartas, manifiestos y ensayos del poeta y grabador británico

Retrato de William Blake

William Blake murió en Londres el domingo 12 de agosto de 1827, a los sesenta y nueve años de edad. Falleció con una sola exposición en su haber, la felicidad de ir a su amado más allá y la insatisfacción parcial de ser un incomprendido mientras vivió al confiar sin ambages en su suerte futura. El tiempo ha dado la razón a este controvertido visionario, lleno de rabia contra ese Reino Unido, donde, según sus propias palabras, lo comercial generaba impostores en todos los oficios. Como si así renegaran más aún de las proclamas de Inocencio X en torno a la necesidad de fomentar la sabiduría entre el género humano para alejarlo de las tinieblas.

No deja de ser curioso relacionar estas filípicas del poeta y grabador británico con la reciente edición de sus cartas, manifiestos y ensayos en ‘La visión eterna’ (La Felguera), rara avis en el panorama nacional al atreverse a publicar este legado sin atender al número de ejemplares vendidos y romper ese sambenito español del mundo libresco, donde poco a poco se supera el atraso para con el resto de Europa, mucho más avezada a presentar biografías y fuentes sin depender del mercado quizá porque este, desde una educación distinta, se ha acostumbrado a no menoscabar esta pluralidad bibliófila.

‘La visión eterna’ (La Felguera)

Editada y traducida por el escritor Javier Calvo, Premio Biblioteca Breve 2012, colma una enorme laguna y posibilita comprender mejor la vida de tan heterodoxo portento, contada por él mismo y sus allegados durante su segundo tramo, alud de sinsabores mitigados por una inquebrantable creencia en sí mismo secundada por pocos fieles, mecenas y amigos dispuestos incluso a arriesgar su patrimonio con tal de propiciar que tan peculiar embarcación se mantuviera a flote.

Nacido en el Londres de 1757, Blake transcurrió su singladura en el lugar y el tiempo adecuado para desplegar todos sus dispositivos creativos desde la diferencia. La Inglaterra del setecientos experimentaba el paulatino proceso de virar hacia el próximo capitalismo moderno mientras el resto del Viejo Mundo, libre y preso de las Luces, padecía otras tantas revoluciones simbolizadas en la Francesa, si bien tampoco deberíamos desdeñar otros hitos, aún muy soslayados, como el surgir de un yo radical sin tapujos en ‘La historia de mi vida’ de Giacomo Casanova o el embrión del sentimiento romántico en ‘Las penas del joven Werther’, de Johan Wolfgang Goethe, superventas continental y causa de suicidios entre enamorados demasiado influidos por la lectura.

La velocidad proclive a destruir un mundo para hilvanar otro, el nuestro, iba extendiéndose con cautela, intuida por personajes como William Blake, reacios a claudicar ante las premisas del gusto hasta rebelarse contra cánones impuestos desde las altas esferas. Por ello mismo cuesta tanto enmarcarlo en un movimiento concreto, pese a la querencia académica, por una cuestión cronológica, de englobarlo dentro del neoclasicismo inglés junto a otros iconoclastas como el suizo Henry Fuseli, pintor onírico ‘avant la lettre’ y hermano de batallas de nuestro protagonista, asimismo afín durante décadas a John Flaxman, el más acorde a sus contemporáneos del terceto en cuestión.

Una próspera travesía del desierto

En cualquier circunstancia William Blake es una bendita molestia por desmarcarse de cualquier convención. A lo largo de su juventud aún tuvo el hálito de querer triunfar entre los vivos, pero el camino hacia la madurez le hizo entender la dificultad del envite, hasta privilegiar con más ahínco su independencia entre la letra y el cobre. La entrada en el siglo XIX le deparó un brío de esperanza a través del mecenazgo de William Hayley, quien le consiguió una casa de campo en Felpham, donde el artista y su mujer residieron hasta 1804, cuando un juicio por sedición causado por la denuncia de un soldado borracho degradado en su rango arruinó esa falsa paz rural.

Sobreseída la acusación, Blake regresó a la capital británica para iniciar una próspera travesía del desierto. Por aquel entonces cierto complejo de inferioridad con la espléndida París napoleónica supuso la antesala de un sistema de galerías con el fin de desterrar de una vez por todas el provincianismo isleño. La muestra de la Truchsessian Gallery lo reafirmó en una serie de principios estéticos, nadie podría igualar jamás a Rafael y Miguel Ángel, mientras ampliaba sus miras, siempre más críticas con las tendencias imperantes. Desde su punto de vista el triunfo de la pintura al lienzo, deformadora a posteriori del cromatismo, y la obsesión de algunos pintores célebres, de Rubens a Van Dyck, por apuntalar un foco lumínico en sus telas era la prueba fehaciente de la decadencia de los pinceles, perjudicados por la nula capacidad de muchos de sus homólogos con el dibujo, alfa y omega de su concepción artística.

A partir de estas directrices es evidente observar cómo nadaba contracorriente de su centuria, pues de haber nacido en el esplendor decimonónico, con la realidad desdibujándose por los acelerones tecnológicos, hubiera sido un paria aún más superlativo ante el realismo o el impresionismo, reproductores de lo visible, últimos epígonos de una tradición basada en la perspectiva.

En una de las cartas del volumen sorprende la naturalidad de Blake al comentar su complejo universo interior, plagado de espíritus y epifanías, en reuniones con su círculo más íntimo. En una de ellas, descrita por Henry Crabb Robinson, habla de sus charlas y visiones con suma naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo conversar con Voltaire, Milton y otros tótems de su repertorio, donde Jesucristo se erigía como único Dios. Estos contactos eran una de tantas extravagancias, útiles para tildarlo de loco, granjeándose la inquina de la mayoría de sus coetáneos, reacios a secundar sus tesis en favor de la imaginación como única senda válida para conseguir sus objetivos, tanto líricos como pictóricos.

La mofa del ayer es el triunfo del mañana

Otra impagable visión de Blake es su intuición de las operaciones del mercado cultural para vender la moto al público a través de supuestas genialidades aupadas desde un presentismo absoluto, desvanecido una vez el ruido remite y el valor auténtico de las piezas se impone por el aplastante diagnóstico del paso del tiempo. Como habrán deducido, sus vicisitudes personales moldeaban sus apreciaciones, pero a decir verdad estas apenas tuvieron repercusión pública, y muchos escritos de La visión eterna no se publicaron en ese instante, salvo el catálogo razonado de la exhibición de 1809, organizada por él mismo en el piso colindante a la mercería de su hermano en Broad Street, encargándose este último de vigilar la puerta para recibir a los poquísimos visitantes de la misma, curiosos, gente aburrida con mucho tiempo libre, dotada de coordenadas mentales adictas a lo miserable, mimetizándose consigo mismos. Años más tarde la misma escena se repitió durante el Salón parisino de 1863, cuando la Olympia de Édouard Manet debió ser protegida para evitar los ataques del irrespetuoso respetable.

Todas sus invectivas encajan con un individualismo anómalo, preludio de lo venidero. En sus últimos decenios, enemistado con muchos de sus antiguos mentores, supera sus penurias económicas con la inestimable ayuda del joven grabador John Linnell, clave para acercarlo a los románticos. Durante su otoño existencial admirará la poesía de William Wordsworth, departirá con John Constable y estas relaciones, no exentas de contradicciones inherentes al personaje, lo identificarán con el Romanticismo, del que fue padre sin pretenderlo, pues su obra de aspiración total no puede encasillarse en una etapa o ismo por su intransferible impronta, como suele suceder con todo creador ajeno a modas.

La suya pretendía ser eterna y sus cauces brotaban rendida admiración al Gótico, devoción a los grabadores puros como Durero, odio a la impostura veneciana y una exaltación coherente de lo artesanal ante los albores de lo mecánico.

Cuando murió pudo reposar y acceder a una doble dimensión más o menos inesperada. El empuje de la industrialización conllevó la eclosión de grupos como los prerrafaelitas, en contraste con un orden demasiado premuroso; así fue como Dante Gabriel Rosetti fijó su vista en William Blake, sucediéndolo en sus postulados al combinar varias especialidades desde un talante espiritual desmarcado de las máximas burguesas. La Hermandad Prerrafaelita propugnaba sinceridad, veto a lo aprendido de memoria y amor supremo al detalle, y en esta especificidad retumban las diatribas del autor de ‘Los cantares de inocencia’, para quien generalizar era propio de los idiotas, mientras lo concreto se alimentaba de otras texturas, mucho menos prostituidas al derivarse del esmero para con lo realizado.

Desde esta perspectiva Blake, como todos los adelantados a su época, abrió una veda, adaptada por sus herederos. Quizá sin él joyas como el ‘Art and Crafts’ de William Morris no hubieran dispuesto de una tabla previa adonde agarrarse. El alba nacida de un delirio cabal tenía la razón del mañana, y ni siquiera el esnobismo de nuestra era puede apagar tanta fuerza, cuajada desde la parsimonia y un tesón demasiado despreciado en nuestra sociedad de fachadas y amnesias instantáneas.

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