By: IGNACIO CRESPO

No hace demasiado tiempo, creíamos que el universo era estático y que siempre había sido como es ahora. Fue Georges Lemaître quien rompió con esta idea sembrando la idea del Big Bang.

Georges Lemaître ante a una pizarra llena de fórmulasANÓNIMOCREATIVE COMMONS

Prácticamente todo cambia. Parece que estemos diciendo una perogrullada, pero tras una afirmación tan simple se esconden siglos de debates e inmovilismo (nunca mejor dicho). No hace falta remontarnos a Parménides, que abanderado por su máxima de “lo que es es y lo que no es no es” negó la posibilidad del cambio, porque para que un niño crezca el niño tiene que dejar de ser para que el adulto empiece a ser. Una idea que parte del axioma de que “de la nada nada sale” y que, por lo tanto, no permite que algo empiece a existir espontáneamente. Aristóteles trató de resolverlo con sus ideas de potencia y acto según los cuales un niño ya era un adulto, solo que, en potencia, y crecer era pasar de esa potencia al acto. Sin embargo, esta forma de ver la realidad como algo estático acabó permeando y afectando, tiñendo la forma de pensar de colectivos de lo más variados.

En ese mundo no había cabida para la evolución, pues las especies no cambian. Tampoco había lugar para hablar de continentes moviéndose unos respecto a los otros, porque la tierra no cambia. Y, por supuesto, no se concebía que el universo pudiera haberse expandido a partir de un punto diminuto, porque el cosmos no cambia. Para ser justos, habían existido cosmologías que sí planteaban un universo cambiante, aunque cíclico, como ocurría con la conflagración universal de los estoicos, en la que, tras cada ciclo, el universo se consumía en llamas para volver a empezar siguiendo exactamente los mismos pasos, repitiendo todo al detalle. Para que nos deshiciéramos científicamente de los grilletes de este estatismo hicieron falta muchos siglos y un intelectual atípico, su nombre era Georges Lemaître y en lugar de bata vestía una sotana.

Tan científico como sacerdote

Efectivamente, Lemaître era sacerdote, pero eso no significa, como muchos parecen querer creer, que solo fuera sacerdote. Su vocación religiosa debutó con tan solo 9 años, pero incluso antes que eso ya destacaba en materias como física, química y matemáticas. Desde muy joven su entorno más cercano comprendió que Georges tenía una mente excepcional. Antes de ordenarse estudió la carrera de ingeniería especializándose en minas. Al poco de acabar sus estudios estalló la primera guerra mundial y tuvo que acudir a las trincheras. Ni siquiera durante esta convulsa época abandonó sus dos pasiones y, en sus pocos ratos muertos, estudiaba tanto el Génesis como los trabajos de Henri Poincaré.

Terminada la guerra se doctoró en matemáticas y completó un bachillerato en filosofía escolástica. Solo entonces, cuando ya era un científico de los pies a la cabeza, comenzó el proceso para ordenarse sacerdote. En tres años logro su objetivo y volvió a la ciencia por la puerta grande, becado para estudiar con el mismísimo Arthur Eddington, con quien empezó a preparar un nuevo doctorado. A su vera, Lemaître se convirtió en una de las pocas personas del mundo que entendían en profundidad los novísimos trabajos de Albert Einstein y, explorando las consecuencias lógicas de las teorías de la relatividad el sacerdote llegó a una conclusión revolucionaria.

Herejía científica

Si aceptamos la teoría de la relatividad especial y la teoría de la relatividad general y comenzamos a hacer las deducciones adecuadas, podemos llegar a una hipótesis en la que el universo no es estático, sino que se expande. Y, si se está expandiendo, cabe esperar que antes fuera mucho más pequeño. Lemaître hizo algo más que deducir, sino que ofreció un cálculo de la velocidad a la que se estaba expandiendo el universo. Harían falta unos años para que Hubble midiera esa velocidad y planteara la ley de Hubble-Lemaître, la cual sostiene que el universo se expande más rápido cuanto más nos alejamos de nuestro punto de referencia.

Esta fue una primera confirmación de que el universo se expandía, pero las críticas continuaron hasta que Arno Allan Penzias y Robert Woodrow Wilson encontraron una radiación de microondas que lo invade todo y que es, precisamente, un eco de la expansión inicial de nuestro universo. Antes de que fuera aceptada, por supuesto, Lemaître y sus escasos defensores tuvieron que aguantar las críticas y burlas de otros científicos que confundían esta idea con una suerte de cientifización de la creación cristiana (algo que Lemaître siempre rechazó).

El mismo Einstein, que tenía al sacerdote en alta estima intelectual, dijo abiertamente que sus matemáticas de su trabajo eran buenas, pero su comprensión de la física abominable. Tampoco podemos culpar a los investigadores de otros tiempos por no haber confiado en una especulación tan rompedora cuando todavía no existían evidencias firmes, pero es verdad que la sorna llegó lejos. De hecho, el físico Fred Hoyle, como fiel defensor del modelo estacionario que había contribuido a crear, aprovechó una entrevista de la radio para, despectivamente, referirse a estas ideas de Lemaître como “Big bang”.

A decir verdad, él tampoco es que él hubiera reservado un nombre más serio, pues solía llamarle “átomo primitivo” o “huevo cósmico”. Sea como fuere, aquello de Big Bang cuajó y pasó a denominar toda una familia de hipótesis sobre la expansión inicial del universo. Aquel sacerdote polímata, aquel genio que desafió todo lo establecido, fue sin lugar a duda uno de los padres del Big Bang y de toda la cosmología moderna.

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