By: JOSÉ BELTRÁN

Personas recuperan cosas que les puedan servir durante el trabajo de integrantes de la brigada Rescate Internacional Topos en un área afectada por el terremoto hoy, en Les Cayes (Haití)ORLANDO BARRIAEFE

Josela se niega a pensar que sobre Haití se cierne una maldición. «No es una tierra maldita, para nada», expone esta religiosa de Jesús-María que ha vivido los últimos cuatro años en Haití y sabe lo que significa concatenar una catástrofe con otra sin apenas margen para sobreponerse. «Es un lugar en el que hay que considerar lo que pasa de forma holística, en su conjunto, no como compartimentos estancos».

Así se sitúa ante el terremoto que azotó al país más pobre de América el pasado sábado y que se ha llevado por delante, al menos la vida de más de 2.000 personas, además de 12.000 heridos y cuantiosos daños materiales en Les Cayes, en el sur occidental de la isla. Son solo datos aproximados de una catástrofe en la que resulta difícil fiarse de las cifras oficiales, teniendo en cuenta que son muchos los incontables que no figuran en los censos públicos. «Por eso no se puede deslindar nada de lo que pasa: la pobreza que lleva a una madre a no tener dinero para registrar a sus hijos con la corrupción política y el asesinato del presidente el mes pasado, este nuevo seísmo con los ciclones, la mala construcción de las viviendas y la falta de inversión…», relata Josela Gil Navarro sobre esta espiral de miseria retroalimentada, que regresó a España justo un día antes del magnicidio de Jovenel Moise. Solo así se entiende que en Puerto Príncipe todavía haya edificios «en los que nadie haya movido una sola piedra» once años después de aquel terremoto letal. Entre ellos, la catedral capitalina.

Mientras los infortunios campan a sus anchas entre los escombros, la esperanza se niega a quedarse en casa replegada. «Dios pasea por las calles de Haití. Te encuentras con él a cada paso», sentencia esta misionera española de 50 años, convencida de que «este pueblo tiene un sentido de la trascendencia que te interpela constantemente, te hace llegar al fondo de lo que significa la vida y te hace descubrir quién eres».

Con más que experiencia como consagrada a sus espaldas, no duda en afirmar que «el haitiano tiene una capacidad de resiliencia que no he visto en ningún otro sitio». «Cuando he afrontado situaciones que yo consideraría extremas –reflexiona Josela–, ellos te dan una lección de serenidad, de cómo integrar ese suceso, algo que solo es posible desde una fe y una fuerza interior que no deja de ser una llamada a la vida y que se transmiten unos a otros». No es cuestión de adn ni de varitas mágicas, sino de temple y confianza en medio de la adversidad.

Por eso, esta madrileña cree que Haití saldrá adelante, siempre y cuando se le deje salir adelante. «Tenemos que dejarse que sean país desde su identidad. Desde fuera, desde el Occidente desarrollado, sea Estados Unidos o España, creemos que tenemos el plan perfecto para que salgan de sus penurias y buscamos aplicarlo sin contar con ellos, cuando la solución tiene que nacer de ellos», detalla, esperando que en medio de esta crisis humanitaria y política, lejos de precipitarse unas elecciones presidenciales, se apueste por un gobierno de transición: «Hay muchos haitianos capaces de mover el país desde una economía solidaria, pero falta esa escucha dentro y fuera para reconstruir la sociedad».

Aunque nadie tira la toalla, sí hay cierto hartazgos de los remiendos. Y de los pseudo salvadores, tal y como se ha puesto de manifiesto en esta última década. Hay quien se aprovechó de aquel tsunami de solidaridad tras la tragedia, pero también una gran cantidad de dinero se perdió por el camino de la buena voluntad y de los primeros kit de emergencia con alimentos y medicinas. «Se convirtió en el país de las ong: se multiplicaron las asociaciones y fundaciones que invirtieron en lo urgente, pero incapaces de sostenerse a largo plazo. Hoy, el 80 por ciento de estas entidades han desaparecido», resume Josela, que vio cómo emergieron entonces hasta un centenar de talleres de prótesis para personas con discapacidad de la que solamente quedan siete.

Entre ellas, el de su congregación, que puso en marcha la misionera Isa Solá, asesinada justo hace cinco años. El crimen no achantó a las religiosas de Jesús María, que cuentan con tres comunidades en el país volcadas en los últimos de los últimos. «Es una opción que hemos tomado y que responde a la llamada del Papa Francisco a estar en permanente actitud de salida», asevera, con el runrún permanente de Nazaret Ibarra, una hermana recientemente fallecida que tenía su propio mantra al respecto: «Haití no necesita Jesús-María, sino que es Jesús-María la que necesita Haití».

Creer en el ser humano

Esta vocación de permanencia hace que estas consagradas y la Iglesia en general se conviertan en la institución más fiable a la hora de invertir en presente y futuro, si bien se trabaja mano a mano tanto con organismos públicos como con otras entidades. «La esperanza en el ser humano es lo que nos une a todos los que trabajamos en Haití», remata Josela. «¡Cómo no voy a tener esperanza! Sobre todo cuando ves a tus vecinos y descubres esa fuerza en lo que anida en cada persona: salir adelante, hacerte más al otro y hacerte más con el otro».

Con esta misma impronta, acoge este terremoto el padre Paul-Fils Belotte, director de Fe y Alegría en Haití, la federación internacional jesuita orientada a la promoción educativa en las regiones más empobrecidas. «Estaba fuera de la casa limpiando el coche cuando vi a la cocinera salir corriendo y me dijo que la casa estaba temblando. Hasta ese momento no me di cuenta y fue entonces cuando sentí que todo se movía», señala el sacerdote que hace suyo «el pánico tremendo» que se ha quedado adosado a la población.

«Hay mucha gente que sigue pasando la noche al raso todavía porque temen posibles réplicas», advierte, con la mirada puesta en que ahí radica una de las mayores urgencias: un techo, sea en forma de tienda de campaña o de albergue improvisado. Al igual que Josela, su preocupación por el día después radica en que verdaderamente se ponga en marcha «una política de reconstrucción estatal para que esto no vuelva a pasar». Y cuando habla de «esto», no lo hace de las inevitables sacudidas de las placas tectónicas, sino de esa falta de infraestructura hospitalaria, de unos edificios que sean capaces de soportar los vaivenes, de un plan de supervivencia hoy inexistente.

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