By: Farhad Manjoo
Algunas personas tienen mascotas por los arrumacos y la compañía; resulta que lo que a mí me gusta son las honduras filosóficas, las volteretas repentinas hacia los misterios más profundos e inextricables de la vida.
Por ejemplo, cuando mis nuevos gatitos me ven, ¿qué ven? Como su proveedor de alimento y techo, ¿me consideran un padre? O, por mi tamaño imponente (en relación con ellos), mis poderes sobre la luz y la oscuridad y mi aparentemente infinito suministro de cajas de cartón, ¿soy más bien una deidad para ellos?
Sin embargo, heme aquí haciéndolo de nuevo: estoy proyectando mi propia intuición humana en mis felinos. Aunque algunos estudios conductuales sugieren que los gatos responden a las señales sociales de los humanos e incluso les podría gustar interactuar con la gente, las investigaciones también señalan que hay una gran variación en las actitudes individuales de los gatos. Además, debido a que los gatos tienden a ser mucho menos cooperativos que los perros en los absurdos experimentos humanos, por lo general sabemos bastante poco de lo que sucede en sus cabezas. Al imaginar que mis gatos le dedican algo de tiempo a considerar mi lugar en sus vidas, me podría estar autohalagando. Para ellos yo podría ser nada más que un recurso natural que explotar, el equivalente al panal para el oso que adora la miel. [Véase el clásico artículo de The Onion Vacationing Woman Thinks Cats Miss Her].
Me estoy precipitando mucho. Leo y Luna llegaron a mi familia hace casi dos meses. Son cachorros bengalas de 5 meses, hermanos inseparables que parecen leopardos diminutos y se comportan como disparatados luchadores profesionales con un segundo trabajo como practicantes de parkour. Son las primeras mascotas de nuestra familia; pensábamos que iban a ser una especie de celebración pospandémica, aunque ya vimos cómo nos ha ido con eso. No obstante, a pesar de un virus renaciente y otras decepciones de este verano, los gatitos han hechizado nuestra temporada con alegría.
No solo porque son de una lindura imposible. Para mí, la magia está en la manera en que los gatitos me ayudan a ver más allá de las deprimentes circunstancias inmediatas. Están pasando muchas cosas en el mundo y muchas de ellas son desagradables. Ver a los gatos juguetear se ha vuelto un mecanismo confiable para escapar de todo eso. De pronto, me encuentro saltando de preguntas triviales —¿De verdad, Luna todavía no se da cuenta de que le atrae su cola?— a otras más profundas, abstractas y eternas: ¿Luna comprende siquiera que ella es? Del modo que René Descartes lo concibió, ¿posee un conocimiento de un yo?
De manera más específica: ¿qué se sentirá ser mis gatos? ¿Son “conscientes” de la misma manera que lo soy yo? En todo caso, ¿qué es la consciencia? Y, si un gato puede ser consciente, ¿lo puede ser una computadora?
Sí, suenan al tipo de preguntas que te haces cuando por fin te pega la marihuana que tenía esa galleta. No obstante, ese es mi punto. En comparación con los perros, los cuales han vivido con los seres humanos durante decenas de miles de años y han evolucionado para leer el lenguaje corporal humano con el fin de inducir nuestro afecto, la indiferencia no antropomorfizable de los gatos casi los vuelve extraterrestres. Los gatos caseros tal vez tengan menos de 10.000 años con los humanos y en términos genéticos hay pocas diferencias con los gatos silvestres. En realidad, ni siquiera necesitan a los humanos para sobrevivir. Creo que eso me encanta de ellos: los gatos tienen la humanidad justa para confundirte y esa confusión es el placer embriagante de ellos.
Consideremos la pregunta de la consciencia de un gato. Leo y Luna tienen un comportamiento gatuno de lo más ordinario. Para ellos, ningún hoyo es demasiado pequeño como para no explorarlo, ningún lugar es demasiado alto como para no intentar llegar a él, ningún objeto colgante es demasiado aburrido como para resistirse. A menudo, puede parecer que su motivación principal son simples respuestas e instintos preprogramados: SI algo se mueve; ENTONCES, se precipitan. Para Descartes, este tipo de conducta reflexiva sugería que los animales eran “autómatas”, en esencia máquinas sin motivos que carecían de la experiencia subjetiva de un yo consciente.
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He soltado el término “conciencia” como si todos supieran qué significa, pero definir la conciencia en realidad es uno de los aspectos más difíciles de estudiarla. La “conciencia” es un término ambiguo que se refiere a un concepto ambiguo, la experiencia subjetiva de la vida. El filósofo David Chalmers, uno de los académicos más importantes en el tema, describe la conciencia como una “cualidad sintiente”: la conciencia es el sentimiento de ver el atardecer, escuchar el llamado de una trompeta o el olor de la lluvia en una mañana primaveral.
Si esto te parece vago, no eres el único. Se le ha dado vueltas al tema de la conciencia durante milenios, pero, debido a que es una experiencia subjetiva interna, el solo hecho de querer describirla puede hacer que duela el cerebro. Esto lleva a lo que Chalmers llama “el problema difícil” de la conciencia: el misterio sobre por qué la experiencia subjetiva surge de los procesos biológicos, como por qué cuando la luz de una longitud de onda específica te llega a los ojos experimentas la sensación de ver una sombra de un rojo vívido. “¿Por qué el procesamiento físico tendría que dar lugar a algún tipo de intensa vida interior?”, cuestionó Chamers en un artículo seminal de 1995. “Parece objetivamente poco razonable que así sea y, sin embargo, lo es”.
De regreso a mis gatos: cuando escuchan el sonido que hace una lata de deliciosa papilla de pollo y vienen hacia mí corriendo y maullando, a veces me imagino un pequeño diálogo en sus cabezas peludas: tal vez “¡Comida, hurra! ¡Comida, comida, ahora!” o quizá “¿¡Pollo de nuevo?!”. Descartes me diría loco por pensar esto; para él, los gatos solo responden al sonido de la lata que abre y el olor de la papilla, todo es un reflejo y no hay ninguna experiencia de un orden superior.
La academia moderna básicamente ha desechado la visión de Descartes. Una razón para sospechar que los animales poseen una conciencia es que nosotros somos animales y tenemos una conciencia, lo cual sugiere que criaturas con historias evolutivas y estructuras cerebrales similares, entre ellas los mamíferos, “sienten” de manera similar.
También hay evidencia que sugiere que las criaturas que no son mamíferos con estructuras cerebrales bastante distintas poseen un yo consciente. En 2012, tras revisar las investigaciones en torno a cómo piensan los animales, un grupo de neurocientíficos y otros especialistas que estudian la cognición publicaron un documento en el que declararon que los animales eran conscientes. Escribieron que el “peso de la evidencia indica que los humanos no son los únicos seres que poseen los sustratos neurológicos que generan la conciencia”, la cual, según ellos, podría encontrarse en “animales no humanos, entre ellos mamíferos y aves y muchas otras criaturas, incluidos los pulpos”. Por lo tanto, no solo es posible que mis gatos sientan la experiencia subjetiva de que les sirvan papilla de pollo varias veces al día… es probable que sientan algo, aunque no tengamos manera de saber qué es.
Sin embargo, no te culpo si después de todo esto te preguntas: oye, Farhad, me alegro que te gusten tus gatos, pero ¿por qué a alguien le importaría lo que sucede en sus cabezas?
Concluiré con un par de ideas, una un tanto obvia y la otro un poco menos. La razón obvia: la conciencia es importante porque confiere un estatus ético y moral. Si coincidimos en que nuestros perros y gatos son conscientes, entonces se vuelve muy difícil argüir que los cerdos, las vacas, las ballenas e incluso los bagres y los pollos no lo son. Sin embargo, si todas las criaturas experimentan consciencias análogas a las nuestras, entonces se debe concluir que nuestra especie está metida en una gran catástrofe moral, porque en las instalaciones de producción de alimentos de todo el mundo por lo regular tratamos a los animales no humanos como Descartes los veía: como máquinas sin sentimientos ni experiencias. Esta visión nos permite infligir cualquier tipo de tortura necesaria en favor de la eficiencia productiva.
La otra razón para contemplar la conciencia de un gato es que podríamos aprender algo de esas otras criaturas sobre las que ahora ejercemos un dominio: los robots.
En la actualidad, la humanidad está involucrada en un esfuerzo enorme para transferir muchas tareas cognitivas de los humanos a las máquinas. Los actuales sistemas de inteligencia artificial programan nuestros perfiles de redes sociales e identifican rostros en una multitud; en el futuro, las computadoras podrían llevarnos a trabajar, disparar misiles en una guerra y ofrecer una guía sobre cómo tomar decisiones importantes en los negocios y la vida.
Monitorear estas máquinas de por sí es difícil; muchos sistemas de inteligencia artificial son tan complejos que los ingenieros que los construyeron ni siquiera entienden por completo cómo operan. La conciencia tan solo exacerbaría la dificultad. Si los sistemas de inteligencia artificial con una complejidad suficiente de alguna manera pudieran desarrollar una conciencia, podrían ser más inescrutables e impredecibles de lo que nos podemos imaginar ahora. No quiero ser demasiado franco, pero, según el poder que les otorguemos, una inteligencia artificial consciente podría rebelársenos al más puro estilo del Exterminador.
La conciencia de las máquinas puede sonar como una proposición absurda. Sin embargo, consideremos que no tenemos un modo real de comprender cómo ocurre la conciencia ni tampoco de cómo detectar ni medir la conciencia de nadie más que la de nosotros. Debido a lo poco que sabemos del fenómeno, sería corto de vista suponer que las máquinas nunca podrán conseguir una conciencia, tan ingenuo como lo fue Descartes al concluir que los animales no son conscientes.
¿Necesitas tener gatos de mascota para hacerte estas preguntas? Claro que no. Aunque vaya que ayuda. Antes de que Leo y Luna llegaran a mi casa, casi nunca tuve algún motivo para considerar las vidas internas de los seres no humanos. No obstante, los gatos son un viaje; en la rareza común de sus vidas diarias, parecen exigirte que desentrañes por qué hacen lo que hacen.
Tal vez nunca se resuelvan estos enigmas; los gatos no revelan sus secretos con facilidad. Sin embargo, el reto es saber por qué soy una persona que ama a los gatos y no a los perros. Los perros… ¡son como nosotros! Casi no tienen misterios. Los gatos son la compañía más cerebral. Lo divertido es descifrarlos.