By: Alberto Olmos
Los grandes libros, en todo sentido, son los que aborda el crítico Ignacio Echevarría en su reciente volumen ‘El nivel alcanzado’ (Debate)
Ahora que se celebra el segundo centenario del nacimiento de Fiodor Dostoievski hay que pensar detenidamente si no hace 200 años que lo leímos. Leer a Dostoievski es tan juvenil que cuesta tomárselo en serio pasados los 40. Los libros imprescindibles se leen cuando no se pueden entender, lo que no sé muy bien cómo tomarme. No tengo nada que decir sobre Dostoievski salvo que lo he leído todo y no recuerdo nada. A lo mejor esta frase le anima a usted a no leerlo nunca.
Eran -el siglo XIX en Rusia- otros tiempos. No había Netflix. No había HBO. No había poliamor. La gente podía sentarse a leer novelas de 800 páginas sin que le fueran a interrumpir a cada rato cuatrocientos mensajes de whatsapp recomendándole series o novios. Se escribían muchas novelas sobre infidelidad, claro. Poner los cuernos era leer esas novelas dos veces.
Estos grandes libros, en todo sentido, son los que aborda el crítico Ignacio Echevarría en su reciente volumen ‘El nivel alcanzado’ (Debate). Es gracioso el título. En la portada sale una foto de un muro que el agua escala, quizá de un muelle portuario. No sé qué quieren decirnos con esta imagen aparejada a ese título. A lo mejor que la literatura se ha estancado.
Echevarría se hizo famoso en los 90 por reseñar muchos libros sin interés en Babelia, por lo que lógicamente los ponía mal. Recuerdo, ya a principios de este siglo, miedo en la editorial Lengua de Trapo a que uno de sus libros cayera en manos de Echevarría. Tener miedo a un crítico es seguramente la estupidez más grande del mundo. Los críticos son payasos, nos entretienen.
A ver si no qué creen que hago yo aquí cada semana.
La literatura corriente, o sea, la que aparece cada día en las librerías bajo el marbete de “novedad” no puede ser criticada. Sólo te puedes reír de ella. Nadie sabe si un libro es bueno hasta que pasan doscientos años. Por eso, lo más divertido es decir que todos los libros son malísimos. Los autores y editores se ponen muy tristes con una mala reseña, les entran ganas de suicidarse. Entonces te ríes. Todos ellos, editores y escritores, creen que por culpa del crítico van a vender menos, que está toda España pendiente, no de su librito, sino de la reseña que un tipo hace en un periódico. Lo cierto es que van a vender lo mismo: nada.
Tener razón
En ‘El nivel alcanzado’ se analizan varios textos sobre la propia labor del crítico, y se citan unas palabras tan insólitas como inocentes de TS Eliot sobre el asunto: para ser crítico literario “no hay mejor método que ser muy inteligente”. A esta ocurrencia añade Echevarría una frase fascinante de Robert Musil, donde señala el don exacto que debe poseer un buen crítico: “la capacidad de tener razón”.
Verdaderamente uno puede paladear esas palabras: “la capacidad de tener razón”. Intuyo que detrás de ellas hay algo aún más apoteósico: la necesidad de tener razón. Es decir, un buen crítico -de lo que sea- lo es por su apasionamiento. Es la pasión la que te abre a la posibilidad de tener razón.
Robert Musil es explicado gloriosamente en el libro -que en rigor reúne trabajos del autor publicados aquí y allá-. Su gran obra, ‘El hombre sin atributos’ (Seix Barral), son 1.560 páginas que usted no ha leído, y que habremos leído cuatrocientas personas en España. Y seguramente yo tengo el teléfono de esas cuatrocientas personas. Les diría que a partir de leer ‘El hombre sin atributos’ puede uno tratar de tener razón sobre si un librito publicado ayer mismo es bueno o malo; sin leer ‘El hombre sin atributos’, no se tiene razón en nada.
El interés sobre estos autores se renueva al comprobar que su obra resulta inacabable, siempre actual y siempre moderna
De Musil se pasa a Thomas Mann, Henry James o Kipling, autores dilectos de Echevarría. El interés sobre estos autores -tan dejados de la mano de dios en el día a día del lector como el celebrado Dostoievski- se renueva al comprobar que su obra resulta inacabable, siempre actual y siempre moderna. La novela ‘El eco’, de Henry James, de 1888, trata sobre “los derechos de la prensa a airear la vida privada de aquellos a quienes toma por objeto de su atención”, por ejemplo. En el año 2000, la editorial Alba publicó juntas ‘Desorden y dolor precoz’, de Thomas Mann, y ‘Novela de niños’, de Klaus Mann, bajo el subtítulo ‘Una historia de familia contada por padre e hijo’. Es una propuesta de contraposición doméstica que, veinte años después, resulta apabullantemente atractiva. Dan ganas de leerla.
Como dan ganas de leer ‘El campo y la ciudad’, de Raymond Williams, ahora que el campo español se articula políticamente para pedir carreteras a cambio de apoyo parlamentario; o ‘Elizabeth y su jardín alemán’, de Elizabeth von Armin, ‘Allá lejos y tiempo atrás’, de William Henry Hudson y ‘El discípulo’, de Paul Bourget, por citar los libros más minuciosamente olvidados de entre los que recuerda Echevarría en su compendio.
Luego hay algunos autores a los que yo, realmente, no soporto: Iris Murdoch y VS Naipaul, en concreto. Y luego están los autores inteligentes, que, de tanta inteligencia como siembran y acumulan, acaban por anularse unos a otros, por volver demasiado corriente el decir cosas brillantes. En ‘El nivel alcanzado’ son Elías Canetti (“Una frase sola es pura. La siguiente ya le está quitando algo”), Paul Valéry o George Steiner, todos listísimos, como portavoces sucesivos de cierta pose mental inaugurada por Walter Benjamin: la solemnidad.
De ‘El nivel alcanzado’ hay que sacar lecturas y revisiones de lecturas, pero también una verdad incómoda para los que reducen la literatura a acordarse de que Dostoievski nació hace 200 años, y por lo tanto lo tienes que leer o, en todo caso, considerar que inevitablemente ‘Crimen y castigo’ o ‘El idiota’ han de estar en alguna estantería de tu casa. No.
Lo único inevitable de leer es no saber nunca con toda seguridad qué leer.