1 El conocimiento y sus límites
1.1 Impresiones e ideas
Hume no estaba en absoluto satisfecho con la manera en que Locke utilizaba el término «idea» para referirse a todo lo que conocemos (el color que vemos, el dolor que sentimos, etc., eran denominados «ideas» por Locke, como ya hemos indicado). En consecuencia, reservó la palabra «idea» para designar solo ciertos contenidos del conocimiento o percepción.
Vea el lector esta página y, a continuación, cierre los ojos tratando de imaginarla. En los dos casos la estará percibiendo (o conociendo), si bien entre ambos existe una notable diferencia: la percepción de la página es «más viva» cuando la vemos que cuando la imaginamos.
Hume denomina al primer tipo de percepción «impresiones» (conocimiento por medio de los sentidos), y al segundo tipo, «ideas» (representaciones o copias de las impresiones en el pensamiento). Las ideas son más débiles, menos vivas que las impresiones.
El ejemplo que hemos utilizado pone, además, de manifiesto que las ideas proceden de las impresiones, son imágenes o representaciones suyas.
Al clasificar los elementos del conocimiento en impresiones e ideas, Hume sienta las bases del empirismo más absoluto. Las consecuencias que se derivan de este planteamiento son más radicales que las derivadas del de Locke.
Con esa formulación, en efecto, se introduce un criterio tajante para decidir acerca de la verdad de nuestras ideas. ¿Queremos saber si una idea cualquiera es verdadera? Muy sencillo: comprobemos si procede de alguna impresión.
Si podemos señalar la impresión de la que procede, estaremos ante una idea verdadera; en caso contrario, estaremos ante una ficción. Nuestros conocimientos están, pues, limitados por las impresiones.
1.2 Tipos de conocimiento
Además de la diferenciación entre impresiones e ideas, Hume introduce una importante clasificación relativa a los modos de conocer. De acuerdo con esta distinción, nuestro conocimiento es de dos tipos: conocimiento de relaciones entre ideas y conocimiento factual, de hechos.
Relaciones entre ideas
Tomemos la siguiente proposición: «El todo es mayor que sus partes». La verdad de esta proposición no tiene nada que ver con los hechos, con lo que pase o suceda en el mundo; es independiente de que haya todos y haya partes: sean cuales sean los hechos, se trata de una proposición verdadera. Este conocimiento no se refiere, pues, a hechos, sino a la relación que existe entre las ideas de todo y de parte.
Las relaciones entre ideas se formulan en proposiciones analíticas, en las que el predicado está contenido en el sujeto y que son necesariamente verdaderas.
Conocimiento de hechos
Aparte de las relaciones entre ideas, nuestro conocimiento puede referirse a hechos: el conocimiento que tengo de que ahora estoy leyendo, de que hace un rato escuchaba música, de que dentro de unos instantes hervirá el agua que he colocado sobre el fuego, es un conocimiento factual, de hechos.
El conocimiento de hechos no puede tener, en último término, otra justificación que la experiencia, que las impresiones.
De este tipo de conocimiento nos ocuparemos en las explicaciones siguientes.
1.3 La crítica humeana a la idea de causa
El conocimiento de hechos y la idea de causa
Aplicando este criterio en sentido estricto, nuestro conocimiento de los hechos queda limitado a las impresiones actuales (es decir, lo que ahora vemos, oímos, etc.) y a los recuerdos (ideas) actuales de impresiones pasadas (es decir, lo que recordamos haber visto, oído, etc.), pero no puede haber conocimiento de hechos futuros, ya que no tenemos impresión alguna de lo que sucederá en el porvenir (¿cómo vamos a tener impresiones de lo que aún no ha sucedido?).
Ahora bien, en nuestra vida contamos permanentemente con que en el futuro se producirán ciertos hechos: vemos caer la lluvia a través de la ventana y tomamos precauciones, contando con que la lluvia mojará lo que encuentre a su paso; colocamos un recipiente de agua sobre el fuego contando con que se calentará. Sin embargo, solo tenemos la impresión de la lluvia cayendo y del agua fría sobre la llama. ¿Cómo podemos estar seguros de que posteriormente tendremos las impresiones de los objetos mojados y del agua caliente?
Hume observó que en todos estos casos (esto es, tratándose de hechos), nuestra certeza sobre lo que acontecerá en el futuro se basa en una inferencia causal: estamos seguros de que las cosas bajo la lluvia se mojarán (en vez de ponerse azules, por ejemplo) y de que el agua puesta al fuego se calentará (en vez de enfriarse más, por ejemplo), basándonos en que el agua y el fuego producen esos efectos. La lluvia es causa, el fuego es causa, y sus efectos respectivos son el mojarse y el calentarse de aquello sobre lo que actúen.
«Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan solo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión de hecho cualquiera que no esté presente –por ejemplo, que su amigo está en el campo o en Francia–, daría una razón (reason), y esta sería algún otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento de sus propósitos y promesas previos. Un hombre que encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la conclusión de que en alguna ocasión hubo un hombre en aquella isla. Todos nuestros razonamientos acerca de los hechos son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente que hay una conexión entre el hecho presente y el que se infiere de él. Si no hubiera nada que los uniera, la inferencia sería totalmente precaria».
Hume, D.: Investigación sobre el conocimiento humano. Alianza Editorial, Madrid, 1980, p. 49.
Causalidad y conexión necesaria
La idea de causa es, pues, la base de nuestras inferencias acerca de hechos de los que no tenemos una impresión actual. Pero ¿qué entendemos por causa? ¿Cómo interpretamos la relación causa-efecto cuando pensamos que el fuego es la causa, y el calor, el efecto?
Hume observa que esta relación se concibe normalmente como una conexión necesaria (es decir, que no puede no darse) entre la causa y el efecto, entre el fuego y el calor: el fuego calienta necesariamente y, por tanto, siempre que arrimemos agua al fuego, aquella se calentará necesariamente. Como esa conexión es necesaria, podemos conocer con certeza que el efecto se producirá necesariamente.
Crítica de la idea de conexión necesaria
No seamos, sin embargo, tan optimistas, y apliquemos el criterio antes expuesto a esta idea de causa. Idea verdadera es, decíamos, la que procede de una impresión.
Pues bien, ¿tenemos alguna impresión que corresponda a esta idea de conexión necesaria entre dos fenómenos? No, contesta Hume. A menudo vemos el fuego y observamos que aumenta la temperatura de los objetos situados junto a él, pero nunca hemos observado que exista una conexión necesaria entre ambos hechos.
Lo único observable es que tras lo primero sucede siempre lo segundo, que entre ambos hechos se da una sucesión constante, pero no que exista una conexión necesaria entre ellos. Y como nuestro conocimiento de los hechos futuros solo tiene justificación si existe una conexión necesaria entre lo que llamamos «causa» y lo que llamamos «efecto», resulta que propiamente hablando no sabemos que el agua vaya a calentarse, simplemente creemos y suponemos que sucederá así.
Que nuestro pretendido conocimiento de los hechos futuros, mediante razonamientos causales, no sea en rigor conocimiento, sino suposición y creencia (creemos que el agua se calentará), no significa que no estemos absolutamente ciertos acerca de esos hechos: todos afirmamos y creemos con absoluta certeza que el agua de nuestro ejemplo se va a calentar.
Según Hume, esta creencia proviene del hábito, de la costumbre de haber observado en el pasado que, siempre que sucede lo primero, sucede también lo segundo: «la razón no puede nunca convencernos de que la existencia de un objeto deba implicar la del otro» (Hume, D.: Tratado de la naturaleza humana, I, ed. cit., p. 205).
1.4 Mundo, Dios, yo. Su existencia
Nuestra certeza acerca de hechos no observados no se apoya, pues, en el conocimiento, sino en la creencia. En la práctica, piensa Hume, esto no es realmente grave, ya que tal creencia nos basta y nos sobra para arreglárnoslas y para vivir. Pero ¿hasta dónde es posible extender la certeza basada en la inferencia causal?
El mecanismo psicológico mencionado (el hábito, la costumbre) es la clave que nos permite responder a esta pregunta.
La inferencia causal solamente es aceptable entre impresiones: de la impresión actual del fuego podemos inferir que a continuación tendremos una impresión de calor, porque las impresiones del fuego y del calor se nos han dado unidas repetidamente en la experiencia. Podemos pasar de una impresión a otra, pero no de una impresión a algo de lo cual nunca hayamos tenido experiencia.
La realidad exterior
Tomemos este criterio y comencemos aplicándolo al problema de la existencia de una realidad distinta de nuestras impresiones y exterior a ellas. Según Locke, la existencia de los cuerpos como realidad distinta y exterior a las impresiones o sensaciones se justifica en una inferencia causal: la realidad extramental es la causa de nuestras impresiones.
Ahora bien, esta inferencia es inválida, a juicio de Hume, ya que no va de una impresión a otra, sino de las impresiones a una pretendida realidad, que está más allá de ellas y de la cual no tenemos, por tanto, impresión o experiencia alguna. La creencia en la existencia de una realidad corpórea distinta de nuestras impresiones es, por tanto, injustificable apelando a la idea de causa.
La existencia de Dios
Locke había utilizado el principio de causalidad para fundamentar la afirmación de que Dios existe. A juicio de Hume, esta inferencia es también injustificada por la misma razón, porque no va de una impresión a otra, sino que pretende ir de nuestras impresiones a Dios, que no es objeto de impresión alguna.
Ahora bien, si la existencia de un mundo distinto de nuestras impresiones y la existencia de Dios no son racionalmente justificables, ¿de dónde vienen nuestras impresiones?
El empirismo de Hume no permite responder a esta pregunta. Sencillamente, no lo sabemos ni podemos saberlo: pretender contestar a esta pregunta es querer ir más allá de nuestras impresiones, y estas constituyen el límite de nuestro conocimiento. Tenemos impresiones; no sabemos de dónde proceden. Eso es todo.
El yo y la identidad personal
De las tres realidades o sustancias cartesianas (Dios, mundo, yo), solo nos queda ocuparnos del yo como sustancia distinta de nuestras ideas e impresiones.
La existencia de un yo, de una sustancia cognoscente distinta de sus actos, había sido considerada indubitable no solo por Descartes, sino también por Locke. Y Hume no puede aplicar aquí su crítica de la idea de causa, ya que la existencia del yo no fue considerada por sus predecesores como resultado de una inferencia causal, sino como objeto de una intuición inmediata («yo pienso, luego yo existo»).
Sin embargo, la crítica de Hume alcanza también a la realidad del yo como sustancia, como sujeto permanente de nuestros actos psíquicos.
Contra Descartes y contra Locke, Hume establece que la existencia del yo no puede justificarse apelando a una pretendida intuición de mí mismo, puesto que solo tenemos intuición de nuestras ideas e impresiones, y ninguna impresión es permanente, sino que unas suceden a otras de manera ininterrumpida.
«Tiene que haber una impresión que dé origen a cada idea real. Pero el yo o persona no es ninguna impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y en consecuencia, no existe tal idea».
Hume, D.: Tratado de la naturaleza humana, I. Editora Nacional, Madrid, 1977, p. 399.
No cabe, pues, afirmar la existencia del yo como sustancia distinta de las impresiones y de las ideas, como sujeto permanente de la serie de los actos psíquicos.
Esta afirmación tajante de Hume no permite explicar fácilmente la conciencia que todos tenemos de nuestra propia identidad personal: en efecto, cada sujeto humano se reconoce él mismo a través de sus distintas y sucesivas ideas e impresiones.
Quien está leyendo esta página tiene conciencia de ser el mismo que antes contemplaba el paisaje o escuchaba música apaciblemente; si solo hay conocimiento de las impresiones y de las ideas, y estas –la página, el paisaje, la melodía– son tan distintas entre sí, ¿cómo es que el sujeto tiene conciencia de ser el mismo?
Para explicar la conciencia de la propia identidad, Hume recurre a la memoria: gracias a ella reconocemos la conexión que existe entre las distintas impresiones que se suceden. El error consiste en que confundimos la sucesión con la identidad.
A pesar de que los principios de que parte le obligan a llegar a esta conclusión, Hume se dio cuenta de que su explicación no era plenamente satisfactoria, lo que le condujo a una actitud resignadamente escéptica, como exponemos a continuación.